
DEL ARTE DE ESCRIBIR Y OTROS DEMONIOS
"El que lee mucho, algún día intentará escribir"
Joyce
Desde el pasado mes de febrero asisto al taller de escritura creativa que dirige magistralmente el escritor Alberto Rodríguez en el Banco de la República. Debo confesar que aparte de aprender todo lo que un narrador requiere para el duro oficio de escribir cuentos, he tenido que enfrentar mis propios demonios a la hora de redactar textos.
En primer lugar, porque no ha sido fácil retomar aquella disciplina (si alguna vez existió) de sentarme junto a la máquina de escribir, reemplazada hoy por el computador personal, con el único fin de narrar una historia que fuera digna de ser leída por algún desprevenido lector.
En segundo lugar, porque escribir es un oficio inmensamente solitario que requiere de paciencia, de sacrificio, de constancia para obtener los resultados esperados. Más que el fruto de la inspiración y del talento, es la consecuencia directa de un trabajo en el que se debe tener en cuenta la escritura de por lo menos cuatro borradores donde te ocupes de corregir la estructura, la verosimilitud, el "ruido", la sintaxis, la ortografìa y la notación, entre otros aspectos fundamentales de una buena redacción.
Si el lenguaje es el vestido de los pensamientos, tal como lo afirmó alguna vez , Samuel Jhonson, la tachadura representa la mayor de las virtudes en la medida en que nos permite tomar distancia de lo que escribimos. De hecho, siempre existe un elemento narcisista que nos impide ver lo que otros si ven (Entiéndase ésto como lectura crítica). Entonces, escribimos por presunción o envidia, seducidos al final por el encanto de una prosa que no está exenta de errrores de forma y de fondo.
A diferencia de la novela, el cuento es veloz y demanda una organización detallada de su trama, donde resulta esencial el conflicto, así como la tracción (tensión) entre protagonista y antagonista. En ese sentido, un buen escritor no debe dejar detalles al azar, por el contrario, tiene que vigilar que su narración se ajuste a los requerimientos de sus personajes (que poseen vida propia a pesar de ser el resultado de la imaginación de su creador).
Por un lado, el cuento no tiene una velocidad constante, es igual que una pieza músical con diferentes movimientos. Desde esa perspectiva, la velocidad es entendida como la relación entre el espacio escénico y el tiempo demandado para recorrer dicho espacio. Por tanto, las velocidades nunca podrán ser iguales.
De otro lado, el cuento debe provocar una experiencia estética y atrapar al lector de tal manera que no suelte la historia hasta el final. Se establece así un pacto ficcional en el que el lector se deja llevar por su forma de ser contada (juicio, narración, descripción), por sus tiempos, por sus giros de tensión. En suma, es un acto de hipnosis en el que el escritor asume la misión de no dejar despertar al lector en ningún momento del relato.
El cuentista es alguien que toma decisiones. Por ende, debe asumir la responsabilidad del punto de vista y del tiempo en el que piensa contar su historia. Dicha determinación implica saber quién habla, de qué se habla, a quién se habla, desde qué lugar se habla. Esto involucra a su vez las decisiones de tensión que son indispensables para propiciar un buen ritmo narrativo.
En un tiempo en el que el cine ha reemplazado la estructura decimonónica de narrar cuentos (Ya no es indispensable describirlo todo) y en el que la ficción se sigue sirviendo de la vida y de la realidad histórica para sus ejercicios, qué mejor oportunidad para exorcisar todo aquello que ha sido una obsesión para los escritores contemporáneos (la familia, el trabajo, la ciencia, las ideologías, como afirma Luckacs), plasmando en cada párrafo nuevas maneras de fabular el mundo y su multiplicidad.